Los 'resucitados' de la masacre. El bus la muerte [II].


Hablan los sobreviviventes de Chaupihuasi y Doce Corral.

Fueron golpeados con piedras y picos durante el cruento recorrido que realizó un grupo de senderistas en julio de 1984. Murieron más de 100, pero ellos sobrevivieron.

“Me golpearon duro en la cabeza y de ahí no reconozco nada, nada… no sé cómo me levanté. Hasta ahora mi cabeza duele, aquí en la parte izquierda, parece que quiere reventar. Otra persona soy”, cuenta Benjamín Félix Sánchez Ramos, quien durante 26 años ha intentado recordar cómo logró sobrevivir luego del ataque senderista a su comunidad Chaupihuasi, en la provincia ayacuchana de Sucre, el lunes 16 de julio de 1984. En sus 45 años de vida, hay casi dos días en blanco, muertos, sin memoria. “Soy un ‘resucitado’”, dice Benjamín.

Aquella vez, unos 30 o 40 presuntos senderistas vestidos de militares y policías llegaron a Chaupihuasi alrededor de las 4 de la tarde, en un bus de la empresa Cabanino procedente de Lima y que tenía como destino final el distrito de Soras.

Los terroristas habían tomado por asalto el vehículo desde las primeras horas del día luego de haber asesinado a varios pobladores de la comunidad de Chalapuquio, Badopampa y Doce Corral, una zona de comerciantes de lana de alpaca. En su sangriento recorrido, los sujetos llegaron a matar a más de cien pobladores en venganza porque estas comunidades en diciembre de 1983 se unieron para enfrentar a Sendero Luminoso.

Víctor Quispe Palomino, el “camarada José” del VRAE, comandaba esta zona de Ayacucho en esos días, tal como admitió en el atestado policial Nº 019-Dircote, del 12 de abril de 1985.

Fueron engañados

Cuando los senderistas llegaron a Chalapuquio, algunos pobladores estaban jugando fútbol en el patio del colegio luego de la reunión de padres de familia de todos los lunes. Ese día, la agenda había sido la kermese de la escuela por la popular Fiesta de Santiago. “Vimos que arriba se había quedado el bus de la empresa Cabanino que entraba los lunes para Soras. De ahí bajó gente con uniformes”, narra Benjamín.

Cecilio Santaria Quispe, el presidente de los ronderos de Chalapuquio que se rebelaron contra Sendero, recuerda que también estaba jugando con Benjamín y que intentó pasar la voz a los demás ronderos, pero la profesora de la escuela le dijo que se trataban de militares y que era mejor esperarlos. Hoy los pobladores aseguran que la maestra, una pobladora de Puquio, era una infiltrada.

Al llegar a la escuela luego de cerca de 15 minutos de caminata los senderistas se presentaron como policías de la patrulla de Puquio. “Algunos tenían ropa de la Guardia Civil”, dice Cecilio. El otro profesor de la escuela los recibió amablemente, les dio la mano y les contó que dos días antes habían capturado senderistas. Los visitantes mandaron a los estudiantes a sus casas y convocaron a una reunión de urgencia en la escuela. Pero la sonrisa amistosa terminó al cerrarse la puerta. Los supuestos soldados y policías se identificaron como terroristas y ordenaron al grupo de pobladores, entre 10 y 12, a hacer filas de hombres y mujeres por separado. Algunas de las mujeres tenían a sus hijos cargados en sus espaldas.

“Empezaron a matar en fila con piedras y picos. Yo le di un ‘cabezazo’ a uno de los terroristas y él me dio un golpe en la cabeza con la culata de un arma. Me quedé ahí, no me acuerdo más”, asegura Cecilio. Ese día también perdió a su esposa quien fue aniquilada en su casa, por otro grupo de senderistas, mientras cuidaba a sus tres pequeñas hijas. Los sujetos del bus se habían organizado en grupos para cumplir su tarea criminal. Cecilio era el jefe de los sublevados, y su familia era un objetivo clave.

Entre los muertos

Benjamín Sánchez al igual que Cecilio no recuerda cómo sobrevivió. Los senderistas le habían “chancado” la cabeza con piedras y lo dieron por muerto. Pero el rondero Felipe Pusari Alarcón asegura que Benjamín se arrastró sangrando hasta su casa que quedaba cerca de la escuela y ahí lo encontró al día siguiente de la masacre echado en un rincón sin decir palabra. “Sólo tomaba agua”, cuenta.

Felipe se salvó porque él y otros ronderos estaban lejos de la escuela cumpliendo con sus funciones. Él narra que en el camino vieron huellas de pisadas de botas y zapatillas y eso les pareció sospechoso. “Diferentes huellas eran. Entonces dijimos que eran terrucos y fuimos corriendo a escondernos por los cerros”, dice. Un grupo de ronderos fue encomendado a visitar Doce Corral, que queda a media hora de Chaupihuasi y por donde ya había pasado el “bus de la muerte”.

“Ahí la sangre como este río estaba corriendo”, dice Felipe al frente de la escuela de aquella tarde cruenta. Los militares llegaron tres días después, según los pobladores, y les hicieron enterrar a los muertos detrás de la escuela. Entre ellos estaba el cuerpo de Florinda Sánchez Ramos, la hermana de Benjamín, de apenas 15 años, y de su esposa Lidia Pusari Santaria. Después de un mes, los líderes acordaron desenterrar su dolor y trasladar los cuerpos al cementerio de Doce Corral en costales y mulas. Ahí aún permanecen en medio de cruces de madera caídos y flores secas, a la espera de que las autoridades ordenen la exhumación de los cuerpos para que se haga justicia.

La mujer que sobrevivió con un bebé en su vientre

Había caminado todo un día desde Carhuarazo, una zona altoandina de Ayacucho, para llegar a Doce Corral y poder vender su lana de alpaca junto a su esposo. Teodora Pariona realizaba su labor habitual de comerciante hasta que unos hombres vestidos de militares y policías la torturaron junto a un grupo de negociantes. Era cerca de las 3 p.m.

Los pobladores fueron amarrados y obligados a ponerse de rodilla. Los sujetos empezaron a interrogar a las víctimas sobre las acciones planificadas por la comunidad en contra de Sendero Luminoso. “Empezaron a asesinar uno por uno como si fueran animales. A mí me vieron hablar con otra persona y me golpearon con un pico en la cabeza, mi cara cayó sobre un ladrillo y perdí el conocimiento”, cuenta Teodora que debido al ataque perdió varios dientes, tiene la mandíbula lesionada y dolores de cabeza que no cesan.

Aquella vez, Teodora tenía 21 años y cuatro meses de embarazo. Su madre la rescató luego de dos días, su bebé sobrevivió en su vientre pero su esposo no logró salvarse. Ella tiene miedo a la muchedumbre y sigue sin superar la masacre. Al igual que las demás víctimas exige reparaciones del Estado y castigo para los culpables.

Milagros Salazar H.
La Republica
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